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miércoles, 12 de diciembre de 2012

Cateños

En este pueblo el sol funde como oro líquido. En esas horas de la primera tarde, los aracatenses o aracateños (o catenses y cateños, apocopes admitidos por legitimidad comunitaria y legalidad literaria) se meten cual hormigas en sus casas. Evaden el solazo.
Pero cuando es la hora de la fresca salen los pueblerinos con sillas y mecedoras a estarse en la vereda. También andan en bicicleta. Hay vallenatos por los altoparlantes.
Llegué a Aracataca y pregunté por las casa natal de Gabo. “Por esa calle, a dos cuadras… la segunda” me indicó un vendedor ambulante. En ese momento entré en un estado de alegre perturbación. Un aire frío me subió por la espalda, sudaba, y además me sentí lúcido sobre lo transcurrido hasta ese momento: tanto caminar Latinoamérica y saber que eso solo ya justificaba todo.
En el “corredor de las begonias“, que es tan exacto como lo cuenta en Cien años de Soledad, uno se figura a Ursula (que también fue muy real pero con destellos de fantasía) ya ciega, caminando como si viera mejor que nadie. Está el taller de platería, unos pescaditos de metal dorado y los espacios del coronel. Un paso en la casa de García Márquez es una hoja de sus libros.
Aracataca también es como un pueblo de invención literaria. Tiene una dulzura particular; pero hay que ser inventor para enterarse que es Macondo. Aquí, la comunidad árabe se mezcló con lo latino y con la cultura guajira. Aracataca está en el centro de la sangrienta zona bananera del Magdalena.
La estación y las vías cuentan que hay una línea férrea. Pero en Aracataca no se detiene el tren. Su único propósito es llevar carbón al puerto de Santa Marta. Las casas son de techos a dos aguas con ángulos bien obtusos para desprenderse en seguida del aguacero.
Para crear algo parecido a Macondo hay que ser parecido a García Márquez. Por eso las fotos no hablan de Cien años de soledad, sino sólo de Aracataca. Pero si todavía no leíste el libro, te dejo un fragmento:
"Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo".